Combo atroz «menú con el que le duele la tripa a todos los niños en el
cole y que lleva lentejas aguadas, tortilla de patata con cebolla
"angustiada" y lechuga "pa" rematar»
De esta forma mi hijo de siete años conseguía llamar mi atención camino a casa a las siete de la tarde acompañada de dos mochilas, dos carpetas, dos bocatas de jamón serrano, una bolsa con unas zapatillas de deporte y dos niños que, a pesar de haberse levantado a las siete de la mañana y de haber entrenado desde la cinco hasta las siete, parecían no saber lo que es el agotamiento.
Lo que mi hijo trataba realmente de explicarme era que el menú del colegio había cambiado y que notaba una mayor preocupación por la alimentación. Estaba contento, sonreía y gesticulaba más de lo habitual. Había solucionado algo que le preocupaba y necesitaba comunicárselo al mundo.
Sin embargo, lo que él no sabía era que había conseguido algo más y es que en un contexto adverso, donde las posibilidades de que le escucharan eran mínimas, mamá pasó de ser una simple oyente a implicarse en la conversación. (Es obvio que no pude resistirme a preguntarle que entendía él por cebolla «angustiada»).
Cebolla angustida «aquella que no hace crack, es como un espagueti
aplastado y "no" sabe a nada»
El «principio» de la venta
Después de muchos años dedicándome a comunicar y tratando de profundizar en todas las variables relativas al mensaje y a la relación que se establece entre el emisor, el receptor, el contexto y el código, he de reconocer que el «combo atroz» se ha convertido en una de las grandes lecciones magistrales que he recibido en los últimos años.
Conocimiento gratuito al alcance de una madre, que días después mientras repetía la conversación como algo anecdótico entre su grupo de amigos, se dio cuenta que no tenía ninguna gracia y que no despertaba, para nada, el interés de sus oyentes.
Me faltaban fuerza y pasión y eso que el contexto me era totalmente favorable, puesto que los receptores de mi mensaje tenían cierta predisposición a escuchar lo que yo tenía que contarles.
El problema real es que aquello que yo relataba no formaba parte de mi historia. Por el contrario era la historia de un niño que se sentía feliz porque nunca más volvería a tener que esconder un trozo de tortilla en el bolsillo de su pantalón (ahora entiendo muchas cosas y muchas manchas).
Creer en tu producto
Mi hijo no me vendía nada, pero yo compré su entusiasmo. Ese entusiasmo que se convierte en persuasión y predispone a la compra cada vez que alguien te ofrece «algo» de lo que está plenamente convencido. Porque, al fin y al cabo, si tú no crees en tu producto y no estás plenamente seguro de que eres la mejor opción, es imposible que otros lo crean por ti.
El lenguaje no verbal y la distancia de «seguridad»
Compré, además, su sonrisa y sus gestos. Supo acercarse a mi respetando una distancia de seguridad que no me obligaba a salir de mi zona de confort en aquel momento. Algo que en muchas ocasiones no ocurre ni en la venta física ni en la venta virtual. Unos me hablan al oído y otros me invaden a pop-up.
La importancia de los pequeños detalles, el crosselling
Conectamos. Llegué a imaginarme aquel plato de lentejas y aquella tortilla. Visualicé su historia a través de sus palabras. Consiguió hacer tangible el mensaje con una descripción exacta de lo que quería trasmitir. Conocía perfectamente los pequeños detalles y pudo cerrar su argumento. Me dio toda la información. No necesité «volver mañana». Salí de su «establecimiento» sin dudas y con cierta predisposición al crosselling, ya que debo confesar que le compré otras historias y que de no ser por el tren le hubiera comprado muchas más.