Hoy comienzo mi reflexión semanal con un «aunque» y es que AUNQUE la teoría del etiquetado social nace como una explicación a la conducta criminal, a mí me gustaría llegar más lejos, analizando determinados comportamientos derivados de la creación de un auto-concepto que tiene su origen en lo que los demás esperan de nosotros, condicionados por el significado que hemos atribuido a términos como jefe, madre, padre, hijo o profesor.
LA TEORÍA DEL ETIQUETADO SOCIAL EN CRIMINOLOGÍA
Partiendo de la explicación criminológica y simplificando mucho la teoría del labelling, me es muy sencillo imaginar que ocurriría si mañana decidiese que mi vida sería mucho más fácil si mi cuenta corriente alcanzara 6 o 7 dígitos en el menor tiempo posible y, así como quien no quiere la cosa, comenzara una carrera delictiva llena de desfalcos y apropiaciones de esas que llaman «indebidas».
Tarde o temprano, la fuerza de la ley caería sobre mí, pero cuidado, no sería la única, ya que la condena y el castigo social irían en paralelo siendo muy probable que la etiqueta de corrupta me persiguiera durante mucho tiempo, o al menos, el suficiente como para que terminara creyéndome que lo fui, lo soy y lo seré, algo, que sin duda, condicionará mi comportamiento futuro, invitándome a adoptar actitudes que impliquen nuevas formas de delito, derivadas, entre otros, del aislamiento que me obligaría, por ejemplo, a buscar subgrupos donde pudiera sentirme identificada.
El «yo fui …» no siempre es posible, ya que la reincidencia es algo que se presupone y la desconfianza daría paso a una situación donde la reinserción se antoja complicada, es decir, lo que se espera de mi es que vuelva a robar.
¡Cambiemos ahora de tercio! Abandonamos las conductas criminales y analicemos el etiquetado desde una perspectiva mucho más cotidiana, la familia.
Imaginemos, dos hermanos, el mayor tiene un coeficiente intelectual mucho más alto que el pequeño, lo que le permite obtener mejores resultados académicos, sin embargo el pequeño, muestra una serie de habilidades sociales que le convierten en el centro de atención de todas las reuniones familiares. ¿Qué esperamos de cada uno de ellos?
Dependiendo de la respuesta estaremos, sin querer, condicionando el futuro de ambos.
No es muy descabellado suponer que al mayor le repetiremos constantemente que llegará lejos si se lo propone y que la Politécnica será su segunda casa, mientras que al segundo le orientaremos hacia otro tipo de logros o metas. Uno es el INTELIGENTE y el otro el SIMPÁTICO, o, en el mejor de los casos, el LISTO. ¿Llegarán a creerse que lo son realmente? ¿Qué ocurrirá cuando el mayor se enfrente a su primer suspenso o el pequeño no logre ser el más popular? ¿Tendrán herramientas suficientes para tolerar la frustración que les supone un mal entendido «fracaso»?
Las etiquetas no ayudan a los niños a convertirse en adultos equilibrados emocionalmente, son profecías autoincumplidas que consiguen que se sientan durante muchos años como «el mejor deportista», el «mejor de la clase» o el «mejor hermano mayor», responsabilidades que, en muchos casos, no deberían asumir de ninguna de las maneras.
Mención aparte merecen las etiquetas negativas tales como «vago», «despistado» o «cabezón», a veces, pesan tanto como un diagnóstico clínico ¿Si soy vago para que voy a esforzarme?
La cuestión es que quizás no sea necesario calificar continuamente el comportamiento de alguien, ni siquiera ponerle nombre, ya que, por norma general, las personas actuamos tal y como se espera que lo hagamos.