Hace escasamente una semana, una ¿experta? profesora, sintiéndose en posesión de la verdad, afirmó con toda rotundidad que el feminismo era una etiqueta y que ella era defensora de una educación igualitaria que atendiera a la diversidad, y que no inclinara la balanza ni a favor de los hombres ni de las mujeres. Argumento, quizás, un tanto manido, que yo ya había escuchado con anterioridad.
De hecho, hace relativamente poco tiempo la misma profesora creyéndose, de nuevo, en posesión de la verdad, esgrimió un discurso parecido en una conversación más distendida de domingo por la tarde, mientras se tomaba un café con una amiga. Conversación de la que puedo hablar en primera persona por que la profesora soy yo.
Si, si … la profesora que hoy levanta la mano y pide disculpas a todas aquellas mujeres adscritas al movimiento feminista, entendiendo por este la acción social que lucha por la igualdad de derechos entre hombre y mujeres y por la no discriminación por razón de género.
La realidad es que en mi afán por ir en contra de todo aquello que suponga un desequilibrio social, y con el miedo inherente a quién con ya unos años de experiencia, teme que demos «la vuelta a la tortilla» demonizando a los hombres, siempre he interpretado el -ismo del feminismo como una postura radical, quedándome con aquella definición que añade al concepto aquello de «desde la perspectiva de la mujer», sin darme cuenta que es precisamente esta «coletilla» la que convierte el feminismo en hembrismo, término que con mucho más acierto se puede calificar como el antagónico al machismo.
Dicen que no hay más ciego que el que no quieres ver y que Dios da orejas a quien no quiere escuchar, pues bien, yo si quiero ver y escuchar, por lo que no me queda más remedio que rendirme a la evidencia, reconocer que cometí un error y si me permiten, enorgullecerme de, al menos, pensar lo mismo que las feministas aunque yo, desafortunadamente, me hubiese empeñado en no ponerle nombre.