Dicen que el tiempo medio para la elaboración de una tesis doctoral se sitúa entre los cinco y los seis años. En mi caso, fueron cinco. Si bien no comencé a trabajar en ella hasta transcurridos seis años desde la obtención del Diploma de Estudios Avanzados, requisito indispensable por aquella época.
Son varias las razones por las que este periodo de investigación se alarga más de lo que inicialmente hubieras querido, incluso programado.
Una de ellas es que, normalmente, cuando inicias el camino hacia el grado de doctor ya estás trabajando, has comenzado tu vida en pareja, la maternidad o paternidad llama a tu puerta y las noches de estudio comienzan a ser sustituidas por biberones, cólicos del lactante, los nervios del primer día de cole o las fiebres de crecimiento.
Os aseguro que son muchas las veces en las que piensas en tirar la toalla. Vivimos periodos de sequía donde el cansancio apodera a una fuerza de voluntad cuyos niveles de intensidad bajan de forma alarmante, pasando del «yo puedo con todo», al famoso «¿a quién maté, para verme metida en este jardín?», con tanta frecuencia que somos capaces de volver loco al más cuerdo.
Aquí es donde la figura del director cobra un protagonismo, sin duda, no siempre reconocido. Él sabe perfectamente cómo te sientes (la experiencia es un grado) y en contra de lo que se pueda pensar se convierte en tutor, padre, psicólogo, ángel y demonio. Yo tuve mucha suerte.
Recuerdo, no sin cierta nostalgia, mis visitas a Ciudad Real. Esos trayectos de ida en busca del OK definitivo y los de vuelta centrados en la ira hacia quién no está dispuesto a permitir que un trabajo mediocre se traduzca en la obtención del máximo grado académico.
Mis visitas al aeropuerto merecen, igualmente, mención aparte. Tardes enteras entrevistando a viajeros de negocios, mientras aprendía sobre la marcha conceptos estadísticos básicos que ya debería tener claros, ¿donde estaba yo el día que explicaron la chi-cuadrado en la facultad?.
Y así, entre AVES, aeropuertos, turistas, hijos, marido, clases … llega el gran día: 18 de julio de 2013.
La recta final me había costado unos cuántos kilos y llevaba un vestido que me había prestado mi hermana. Un nervioso y orgulloso padre acompañaba a su hija del brazo a culminar una carrera de la que se sentía responsable, él había sido una pieza clave en todo esto, entre otros motivos porque sin su ayuda económica hubiera sido imposible Y es que, no sé si lo sabéis, pero obtener el título de doctor no es gratis. Por un lado está lo que cuesta (valor monetario) investigar, y, por otro, las horas que dejas de trabajar en puestos remunerados.
La sala se me antojó más grande y fría de lo que había imaginado. De repente, cuatro grandes académicos me devolvieron de golpe a mis primeros años en el aula. Después de casi 15 años hablando en público y enseñando, lo poco o lo mucho que una sabe, ofrecí mi peor clase, quizás porque de forma consciente e inconsciente tenía que defender en apenas una hora la labor a la que tantos minutos, horas y días había dedicado.
Llegaron mi hermana, mi gran amigo Pedro, mi director de tesis, su mujer y algunas personas del departamento adscrito a mi programa de doctorado. Mi madre, en la distancia, sufría el no poder estar conmigo.
Tras la exposición llegaron las felicitaciones por un modelo de tesis que en aquellos años se veía como transgresor por tener una aplicación práctica en el mundo empresarial, y luego las preguntas y las críticas.
Recuerdo perfectamente cuando Águeda Esteban Talaya (tantas veces citada en mi texto), me increpó haber metido a calzador un capítulo «dos» que lejos de aportar algo, desdibujaba las conclusiones a las que había llegado. Quería morirme.
La parte relativa a la metodología fue la más complicada, justificar los análisis realizados y que daban forma a las aportaciones originales de la investigación fue un «trago» complicado, tenía en frente a los mejores.
El sobresaliente fue recibido entre lágrimas. Mi padre no cabía en sí, y yo me derrumbaba. Ya solo quería llegar a mi casa y dormir. Pero no fue así, esa noche no conseguí «pegar ojo». Tocaba replantearse que era lo siguiente, era una especie de «nido vacío». Insisto, muchos años, muchas horas, demasiado tiempo …
El Cum Laude se hizo esperar unos días, descolgué el teléfono y como una niña salté ante la mirada de mis hijos, no entendían, aunque pronto de sumaron a la fiesta. Fue entonces cuando supe que lo había conseguido.
Mi tesis como la mayoría de las tesis, es la tesis de los supervivientes. Durante el periodo investigador, mi primera aportación real al mundo académico tuvo que adaptarse a mi vida, porque la vida no se para: un matrimonio, dos niños, la enfermedad de mi padre, el fallecimiento de mi sobrino, un embarazo ectópico, una operación, la desgana, el no poder más, las subidas y bajadas …
Sacrificio, esa es la palabra … sacrificas horas de sueño, tiempo con los tuyos … Renuncias a la película de los lunes por la noche, a la cena con los amigos del martes, a los chascarrillos entre amigas de los miércoles, a ese cine de los jueves que tanto te alimenta a ti y a tu pareja y al Burger King de los viernes.
Para mí, la parte más dura fue decirles a mis niños, «hoy mamá no puede». Aquel «ellos callaron, pero entendieron» que dejo reflejado en mis agradecimientos ya forma parte de la historia, lo que no quiere decir que en su momento no fuera un motivo de remordimientos como consecuencia de la fractura de mi rol social como madre.
A pesar de todo, merece la pena, pero eso lo empiezas a valorar unos meses después, antes debes pasar lo que los académicos llamamos la «resaca» post-doctoral.
Hoy, 5 años después, lo único que puedo preguntarme es ¿qué nos está pasando?.
No juzgo, solo comparto una experiencia que me ha hecho crecer en muchos sentidos, porque una tesis doctoral no es solo conocimiento. Una tesis doctoral pone a prueba tu capacidad de trabajo, tu capacidad de adaptación y, por encima de todo, te hace crecer como persona.
No desvirtuemos la labor de muchos, por unos «pocos». A mí nadie me regaló nada. Y supongo que a ti tampoco.