Hace ya unas semanas que mi gran amiga Alicia me habló de los laberintos, logrando despertar mi interés de forma inmediata y acercándome a un concepto totalmente desconocido para mi hasta el momento: la geometría sagrada o geometría sacra.
Lo cierto es que un tanto alejada de todo lo esotérico, al principio pensé que estaba ante una paraciencia donde la magia, las energías, los planetas y el universo eran los protagonistas. Sin embargo, de repente me vi inmersa en un mundo fascinante del que nada sabía: el de los patrones o formas geométricas que se repiten en toda la naturaleza.
Pensemos, por ejemplo, en las celdas de un panal de miel donde hexágonos perfectos permiten optimizar la superficie de la colmena, en contra de lo que ocurriría si las celdas fueran cilíndricas o cuadradas, ya que en el primer caso no se adecuarían a la anatomía de las abejas tras su metamorfosis, y en el segundo se perdería mucho espacio.
Pues bien, son precisamente estos patrones los que se conocen como geometría sacra. Formas comunes que han sido utilizadas a lo largo de la historia por culturas como la griega, la egipcia o la cristiana en el arte, la arquitectura o la meditación.
¡Que grande!
Ocupados en el desarrollo de soluciones de inteligencia artificial en la era de los algoritmos, a veces se nos olvida que la máquina más perfecta es la propia naturaleza, y que en la observación de la misma es probable que encontremos muchas de las respuestas que estamos buscando.
¡Hablamos de la belleza elevada a la máxima potencia, maravillosamente modelada y recreada. Es el lenguaje de la vida!
En este contexto los laberintos se nos presentan como uno de los símbolos más antiguos de la humanidad, construidos mediante formas geométricas básicas, que toman su significado de los sagrado y del papel en la creación del Universo.
Desde una perspectiva actual, los laberintos se conforman como elementos que nos invitan a pensar en situaciones relacionadas con el miedo, la pérdida o la falta de control. Así, el cine ha hecho acopio de estos elementos para transmitirnos sensaciones de angustia muy ligadas a estados claustrofóbicos. Quizás uno de los que más me impresionó fue el utilizado por Kubrick para mostrarnos a un Jack Nicholson totalmente desencajado en «El Resplandor».
Sin embargo, estos espacios donde los caminos parecen no llevarnos a ninguna parte, fueron concebidos como sitios mágicos, donde se produce un encuentro con nuestro yo interior que nos invita a la reflexión.
La entrada y el camino simbolizan un viaje por el más allá, mientras que la salida simboliza el renacer. Un renacer profundamente marcado por la humildad y cuyo viaje se asocia a un tipo de laberinto muy determinado, aquel cuyo recorrido se antoja inhóspito, ofreciendo múltiples opciones pero casi todas sin salida.
El objetivo de este tipo de laberinto es mostrar la facilidad con la que nos engañan nuestros sentidos y la necesidad de conectar con nosotros mismos.
Caso curioso, por ejemplo, es el de los laberintos cristianos del siglo XII construidos en las iglesias y catedrales con la finalidad de ser recorridos a pie o de rodillas, sustituyendo determinadas peregrinaciones y convirtiéndose en el camino hacia Dios.
Pero más llamativo resulta el hecho de que sean muchos historiadores los que afirman que el emplazamiento de las catedrales no era casual, sino que respondían a lugares con gran concentración de energía telúrica, por lo que el peregrino que recorría el laberinto se veía cargado de dicha energía y, por ende, se habría producido en él algún tipo de alteración de conciencia.
Ahora bien, visto lo visto , la cuestión sería ¿existe alguna conexión entre los laberintos y el cerebro humano?
Pues bien, más allá de cómo el cerebro humano se las ingenia para poder encontrar la salida de un laberinto, algo que ya ha sido investigado, y teniendo en cuenta que cada persona es un mundo, si es cierto que generalmente nuestro comportamiento está determinado por lo que percibimos del entorno en el que nos movemos y condicionado por los siguientes elementos laberínticos:
(1) una puerta de entrada: los sentidos,
(2) una interpretación de la información recibida, que configura los caminos, y
(3) una reacción que sería la puerta de salida.
En este sentido, me gustaría destacar algo que Einstein ya dijo en su momento: «no podemos resolver problemas usando el mismo tipo de pensamiento que usamos cuando los creamos», o lo que es lo mismo, no podremos abandonar el laberinto si nuestra puerta de entrada está marcada por la angustia, la rabia, la tristeza o la tensión y buscamos la salida desde la misma emoción. De la misma manera que no podremos salir del laberinto si nos domina la euforia desacerbada o el optimismo incontrolado.
Llegados a este punto, es muy probable que nos estemos preguntado ¿cómo salir de un laberinto?
Pues bien, la respuesta está en las matemáticas. Charles Tremaux, un ingeniero francés del siglo XIX nos propone lo siguiente:
(1) Marcar el camino que vamos haciendo.
(2) Cuando lleguemos a un cruce, no es relevante el camino que tomemos, siempre y cuando no hallamos pasado por el con anterioridad.
(3) Si llegamos a un punto sin salida, retrocederemos al cruce anterior y si ya hemos agotado las posibilidades, volveremos al inmediatamente anterior a este y así sucesivamente.
La buena noticia es que los laberintos son finitos, es decir, no hay mal que cien años dure, y tarde o temprano encontraremos la salida, así que no nos olvidemos de llevar como Pulgarcito un puñado de garbanzos siempre en el bolsillo, con el objetivo de no perdernos en caso de que falle la conexión a Internet y no tengamos acceso al GPS.