Y un día dejé de creer y entonces dejé de volar. Y no había polvo de hadas y decidí abandonar. Y me fui al bosque y descubrí que todo puede esperar, que nada es para siempre, que el alma no es materia; qué es la esencia, qué es el fin.
Y aquel día con el alba, con el rocío y el mar, con la montaña y el fuego, con la tierra y la verdad. Con la manzana y la rueca, con las trenzas y una flauta, con los pájaros, la bruja y la madrastra, decidí regresar al paraíso de una historia interminable, al país de Nunca Jamás.
Y llegué. Llegué cansada. Y descubrí. Descubrí que todo seguía igual; los espejos, los castillos, los piratas, las sirenas y la magia. Y confundida entendí que nunca debía haberme ido, que nunca debería haber crecido, sí crecer significaba perder por el camino el beso de la durmiente.
Y solo entonces supe que la bondad reside dónde habita la ingenuidad, en la mirada de un niño , en la sonrisa de unos ojos que solo quieren soñar. Me proyecté en el éxito cuando aun podía volar. ¿Por qué perdemos el rumbo si el tic tac nunca deja de sonar?
Y por eso y tras varias lunas, volví a la realidad; despegué con mis ganas, con mi fuerza y mis alas de algodón. Acaricié a las nubes, besé a la tormenta y al sol. Le hice el amor a la vida y, de nuevo, yo fui yo.
Peter Pan no tiene memoria y ¿qué?; yo he vuelto a volar.